BLOQUE 8.
Pervivencias y transformaciones económicas en el siglo XIX: un desarrollo
insuficiente
8.1.
Evolución
demográfica y movimientos migratorios en el siglo XIX. El desarrollo urbano.
A. Evolución demográfica y
movimientos migratorios en el siglo XIX.
Durante todo el siglo XIX, la población española creció de
manera constante, gracias a la reducción de las tasas de
mortalidad, fenómeno ligado a las mejoras en la alimentación, a los adelantos económicos y a los
avances médico-sanitarios que controlaron las epidemias.
La
población española siguió siendo eminentemente
rural, pero durante todo el siglo se intensifican las migraciones
interiores hacia los grandes núcleos de población (éxodo rural). El inicio del
proceso de industrialización y el desarrollo del Estado liberal
supuso el paso de una sociedad estamental a una sociedad de clases.
Crecimiento demográfico.
La población española que en 1800 era de casi 11 millones pasó en 1900 a 18,6 millones,
crecimiento anual 0,53% inferior a la media europea 0,76% anual. El crecimiento vegetativo fue positivo durante casi
todo el siglo con altas tasas de natalidad y
mortalidad (en torno al 35 por mil), aunque esta última, fue
descendiendo lentamente durante la
2º mitad del XIX. Fue el mayor
crecimiento demográfico de la historia de España hasta la fecha, pese a contar
con numerosas trabas como: las continuas
guerras (Independencia, guerras carlistas, guerras coloniales), insurrecciones sociales, inestabilidad
política, crisis económicas y de subsistencias, etc.
La tasa de natalidad española, al terminar
el siglo, era del 34 por mil,
(debido al mantenimiento de la sociedad rural y a los conceptos morales
católicos imperantes en la sociedad española) las más altas de Europa pero
era insuficiente ante la alta
mortalidad porque, aunque la mortalidad disminuyó a lo largo del
siglo, al terminar éste era del 29
por mil, la segunda más alta de Europa.
La esperanza media de vida no llegaba a los 35 años. Las causas que explicarían
esta alta mortalidad serían varias. En primer lugar, en España pervivieron las crisis de subsistencia
propias de la época del Antiguo Régimen. Estas crisis se debieron por un lado a
la meteorología, ésta era muy determinante para que se dieran malas cosechas y por otro el atraso técnico de la agricultura
española, que generaba bajos rendimientos. Además, las carencias del transporte impedían llevar productos de las zonas
excedentarias a las deficitarias. Esto provocaba que, en época de carestía y
malas cosechas, fuera muy difícil acceder en áreas rurales o montañosas.
Otro factor muy importante fue el
protagonizado por las periódicas epidemias: de
cólera (el cólera tuvo una gran extensión, en España hubo 4 brotes durante el
siglo, la epidemia de 1854-55 fue
la más mortífera de todas, la última se produjo en 1885, con un total
de 800.000 muertos), tifus y fiebre
amarilla, así como por la persistencia de enfermedades endémicas como la
tuberculosis, viruela, sarampión,
escarlatina y difteria. Las
epidemias y las enfermedades incidían de forma brutal sobre una población
muy debilitada por evidentes carencias alimenticias y por una deficiente
atención sanitaria.
La mortalidad, en todo caso,
manifestó las claras diferencias sociales del siglo. El acceso a la medicina
moderna, así como a viviendas con adelantos modernos y que cumpliesen
requisitos de salubridad, solamente fue posible para las clases alta y media.
En conclusión, en España pervivió
el régimen demográfico antiguo, con la excepción de Cataluña
algunas zonas del País Vasco y Madrid, que iniciaron antes la
transición demográfica, precisamente en relación con su proceso de
industrialización y modernización económica, estamos pues ante una transición demográfica muy retrasada
en las que las tasas de natalidad y mortalidad irían descendiendo muy
lentamente.
La estructura demográfica por sectores
económicos era arcaica y desequilibrada, con un importante predominio del
sector primario (70%) frente al secundario (12%) y al terciario (18%).
Movimientos migratorios.
A comienzos del siglo
XIX existía una pequeña emigración que se dirigía hacia el norte de África (Argelia), América o Europa, con una emigración
en algunos casos de carácter temporal en búsqueda de un trabajo agrícola más
remunerado, o como consecuencia de la situación política, que provocaría
importantes emigraciones, sobre todo durante la década ominosa (1823-33). La costa Atlántica (Galicia) y el Levante
fueron los focos de mayor salida de emigrantes hacia estas zonas.
A mediados de siglo, una serie de
disposiciones anularon los obstáculos legales que se oponían a la emigración, y
así se incrementó la marcha
de personas que buscaban mejores condiciones de trabajo y de vida hacia repúblicas de Sudamérica, norte de
África y Europa. La corriente migratoria se dirigía sobre todo a Argentina, Cuba y Brasil,
y en menor medida a Argelia y Francia.
Las guerras coloniales de 1897 a 1900 frenaron la tendencia que se restableció
a comienzos de siglo siguiente.
En cuanto a los movimientos migratorios interiores, desde el siglo XIX hasta la
primera mitad del siglo XX, la cuantía de éstos no fue grande; no obstante, la
industrialización de Cataluña y el País Vasco así
como el desarrollo de Madrid o la zona del Levante intensificaron
estos desplazamientos, las zonas migratorias pertenecían a Galicia, las dos
Castillas, Aragón y Andalucía oriental.
B. el desarrollo urbano.
En España, el proceso de urbanización fue
limitado. El movimiento del campo a la ciudad es un fenómeno muy
relacionado con la revolución agrícola y la industrialización. Al no haber en
España una clara modernización agrícola y con una industrialización lenta y
tardía, el éxodo rural no comenzó hasta fines del siglo XIX,
siendo más evidente en el siguiente siglo. En el último tercio del siglo, el
proceso de urbanización se aceleró de manera notable, aunque desigual.
Crecieron ciudades como Bilbao,
Barcelona y Valencia, mientras que otras como Madrid, Zaragoza o Cartagena, lo hicieron de manera más pausada. La
estructura de la ciudad se quedaba pequeña, y se hacía necesario
un ensanche destinado a dar alojamiento a los nuevos pobladores
llegados del campo.
Los ensanches de Barcelona, Madrid, Bilbao, San
Sebastián, Valencia y de otras tantas poblaciones supusieron grandes desafíos
urbanísticos, a los cuales hicieron frente los arquitectos de la época. Surgieron así el ensanche de Barcelona, de Ildefonso Cerdá, con planos en cuadrícula;
o la Ciudad Lineal,
proyectada para Madrid por Arturo Soria, con un eje de comunicación
central al que se situaban a los lados las viviendas, las industrias y los
servicios.
Concretamente, el crecimiento de la ciudad de
Barcelona se convirtió, a finales de siglo, en un modelo urbano europeo
industrial porque en primer lugar, se hizo con unos barrios salidos de un
ensanche precipitado por la incesante llegada de inmigrantes, con viviendas,
talleres, fábricas con vías y estaciones de ferrocarril. Por otra parte, nos
encontramos unos barrios promocionados por la
burguesía industrial, trazados en manzanas cuadrangulares (plano
ortogonal) y con unos edificios en los que los arquitectos se esforzaron en
plasmar el arte modernista catalán.
8.2.
La revolución
industrial en la España del siglo XIX. El sistema de comunicaciones: el
ferrocarril. Proteccionismo y librecambismo. La aparición de la banca moderna.
Introducción.
Durante el
s. XIX la economía española experimentó numerosos cambios, sin alcanzar el
desarrollo de otros países europeos. Solo en el País Vasco y Cataluña hubo una transformación industrial
importante.
LAS PECULIARIDADES DE LA INCORPORACIÓN DE ESPAÑA A LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL.
El proceso
de industrialización no fue tan importante como en otros países europeos,
afectó principalmente a las zonas de Cataluña
y el País Vasco. A finales del XIX, España era aún un país poco desarrollado industrialmente,
continuaba siendo eminentemente agrario.
Este retraso
industrial puede explicarse por la falta
de poder adquisitivo de la población y por un proteccionismo excesivo, otros elementos que explican este
retraso fueron: la falta de
inversiones, las malas comunicaciones terrestres y la falta de redes comerciales
para llevar los bienes al consumidor potencial. Algunos de estos problemas se
resolvieron lo largo del siglo, aunque la expansión industrial fue mucho más débil que en la
mayoría de países de Europa Occidental.
A pesar de
la poca capacidad de compra del mercado español en Cataluña
se creó una importante industria textil,
sobre todo algodonera, gracias al
avance de la economía catalana y a las medidas proteccionistas de los gobiernos
moderados. También fue un elemento decisivo en el desarrollo de esta industria
el espíritu de iniciativa y de riesgo de la burguesía catalana.
En cuanto a
la industria siderúrgica, en 1831 se instaló
en España el primer alto horno, el de La Constancia, en Málaga. La
familia Heredia impulsó la actividad y Andalucía fue la primera región con
siderurgia moderna. La escasez de mineral y carbón la hizo inviable en
tres décadas. En la década de 1840
se desarrolló la siderurgia en Asturias.
Los primeros
altos hornos en el País Vasco se
instalaron en 1841. Los comerciantes vascos aprovecharon la política
proteccionista y la supresión parcial de los fueros. La explotación del mineral
de hierro permitió a un sector de la burguesía, enriquecerse, exportando el mineral
a Reino Unido, lo que propició la aparición de importantes astilleros para construir barcos que
transportaran el mineral.
A partir de 1860 se levantaron altos hornos para la fabricación
de hierro, que eran propiedad de las empresas creadas por los comerciantes
del mineral. Pronto Vizcaya se
convierte en el principal foco industrial de la siderurgia, sobre todo con la
sustitución del hierro por el acero, dando lugar al gigante industrial de Altos Hornos de Vizcaya. En Guipúzcoa aparecen también numerosas empresas
metalúrgicas de transformados del acero. Así surgió una segunda isla
industrial, en el conjunto español todavía agrario, que transformó la sociedad
y economía de los territorios vascos.
En el resto
del país, la industria siguió siendo
artesanal o con escaso desarrollo tecnológico. Algunos sectores
experimentaron cierto desarrollo, en especial los relacionados con la industria alimenticia o la
construcción, cercanas a las áreas urbanas. Pese a todo su volumen fue
bastante débil.
EL SISTEMA DE COMUNICACIONES: EL FERROCARRIL.
España
disponía hacia 1850 de una red de caminos y de carreteras cuya
extensión no llegaba a una décima parte de la de Francia, con una extensión
territorial similar. A mediados de siglo la situación mejoró. En 1850 se estableció el servicio de correos
y, en 1852 se inauguró el servicio de
telégrafos. Pero el principal reto seguía siendo el transporte de
mercancías. La creación de redes comerciales exigía disponer de facilidades
para trasladar mercancías en grandes cantidades y con cierta rapidez. Hacia
1850, Madrid era la única capital europea que solo disponía de caminos para
carros.
En el Bienio
Progresista (1854-56) se dio un impulso decisivo a la construcción
del ferrocarril con una legislación que permitió la entrada de capital
extranjero para financiarlo. Una nueva Ley de Ferrocarriles de 1877
favoreció la formación de nuevas empresas que duplicaron el tendido existente
hasta llegar a unos 13.000 km a finales de siglo. Se incrementó la
presencia de capital español y las subvenciones del Estado. Y el
ferrocarril comenzó a ejercer cierto arrastre de la industria siderúrgica y
metalúrgica nacional. En 1883 se fabricó la primera locomotora con capital
español y comenzó una intensa fabricación de material ferroviario. Los ferrocarriles mineros y los de vía estrecha,
que completaban la red principal, se realizaron básicamente a finales del
siglo. Se produjo una revolución en el sistema de transportes al permitir el
traslado y comercialización de los productos entre las zonas agrícolas y las
industriales. Pero el diferente ancho de vía con respecto a las europeas
fomentó el aislamiento. El trazado radial
ignoraba la localización periférica de la industria. Además, la limitada
demanda existente hizo del ferrocarril un negocio poco lucrativo. Pese a todo, el ferrocarril configuró un mercado nacional
de cierta importancia, aunque lejos, de los vecinos europeos.
PROTECCIONISMO Y LIBRECAMBISMO.
La economía
española durante este periodo se encontraba ante el gran dilema del proteccionismo o el librecambismo. El
primero propugna la protección de la
producción nacional frente al mercado exterior, mediante el establecimiento
de altos impuestos aduaneros a las mercancías importadas, que en general
eran más competitivas. Así, la producción nacional, de menor calidad y más
cara, podría soportar la competencia exterior. Esta tendencia estuvo siempre
auspiciada por los partidos moderados.
Por el contrario, el librecambismo defiende
la libertad de intercambios con
bajos aranceles. El Estado debe garantizar la libre transacción de
capitales y mercancías. Esta política defendida por los progresistas sostenía la idea de la competitividad de los productos españoles con los extranjeros,
para convertirlos en mejores.
Política arancelaria.
Durante el
siglo XIX España tuvo una economía con un nivel de protección arancelaria más
alto que el entorno europeo desde los inicios del liberalismo en el Trienio
Liberal. Las Cortes progresistas de 1841 redujeron las prohibiciones. En 1849
una nueva ley rebajó aún más los aranceles. La polémica entre los dirigentes
liberales fue continua y surgieron asociaciones defensoras de ambas posturas.
Mientras la
burguesía moderada del textil catalán y los cultivadores de trigo del interior abogaban
por un mercado reservado a la producción nacional, los progresistas y
demócratas eran partidarios del librecambismo como forma de conseguir
inversiones y tecnología y de poder acceder a capitales y bienes de equipo
extranjeros. Solamente en breves periodos, como durante el Bienio Progresista,
y limitado a sectores muy concretos, como fue el ferrocarril, se adoptaron
criterios librecambistas.
Tras la
Revolución de 1868, el ministro Laureano
Figuerola estableció un nuevo arancel que pretendía abrir la economía española (arancel Figuerola de 1869) al exterior como forma de
promover el desarrollo económico. Este arancel establecía una desprotección
selectiva, manteniendo una amplia
protección para los productos agrarios y rebajando la de los productos
industriales.
El arancel de Figuerola no acabó de
implantarse totalmente ante la resistencia de los grupos industriales catalanes
y vascos y de los harineros castellanos. De hecho una ley de 1875 paralizó su
implantación. La crisis agraria de finales de siglo, especialmente grave en
España, tuvo como respuesta el arancel muy proteccionista de Cánovas de 1891,
la economía española entró en una década de muy bajo crecimiento de la renta y
un gran debilitamiento del sector exterior.
LA APARICIÓN DE LA BANCA MODERNA.
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